Día de primavera octogenaria.

El viento era suave, tanto, que llevaba el olor de las rosas del jardín de su esposa a su olfato fino. Su nieto, Simón, jugaba con gran entusiasmo: pequeño, alegre, juguetón, inquieto, tal cómo era él cuando chico, él simplemente lo observaba. Tanta fue la dicha de ver a su nieto revolotear como las mariposas en primavera, que se transportó a su amada tierra, el Llano, -Porque el llano es lindo y es eterno-. Recordó el sabor del medio día, el color de la agua de panela con limón que le daba su tía Barbara: fría, con hielo, pequeños grumos de limón, y café por la gran cantidad de panela que tenía, era un elixir de dioses luego de saltar en medio del pasto verde y frondoso. Recordó, esa eterna llanura que jamás terminaba, que a la distancia, mostraba unos árboles que parecían en otro planeta, los cuáles en la tarde se difuminaban con el sol y en la noche desaparecían con la luna.

Nostalgia en su máxima expresión, tuvo el abuelo al ver a su nieto, esos ligeros pinchazos que sentimos en los músculos de las piernas, que hacen de recordatorio de nuestra vejez, pero a su vez, son pellizcos que dicen que aún estamos vivos, -quién no quisiera juventud eterna, para vivir la eterna juventud de la vida-. Era la brisa del patio la que removía la cabeza de sentimientos y recuerdos, la que con solo cerrar los ojos mostraba: primavera en el llano, sol escarchado y una eterna niñez que parece nunca termina al ver en los nietos el reflejo de lo que fuímos.

El viejo cerró los ojos de nuevo, pero esta vez para ver su excelente viaje en caballo por la carretera de Villao, dónde conoció a su eterna Margarita. Sí, la dicha de su vida, la que suspira aún por él, quién andando en caballo, galopó para cortejarla y demostrar la eternidad de la primavera. Su nieto lo despertó con una risa de dicha y el viejo de nuevo sueña en su vida de niñez y juventud. 

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