Lo que nunca nos dijimos.




En una vieja cantina de Bogotá, en el centro de la ciudad, suena de fondo una canción que no podía ir mejor con el espeso y tenso ambiente entre Augusto y Franco, al ritmo de la inolvidable voz de Hector Lavoe rondaba en los oídos de los melancólicos y alcohólicos: Todo tiene su final, nada dura para siempre, tenemos que recordar, que no existe eternidad ... Y es que la melodía adorna esas lagrimas de dolor y confusión, de no saber cómo lidiar con ese encuentro.


Llegó la mañana y a la hora acordada, partieron ella y él: Lucía y Franco, tomaron sus mochilas, empacaron lo necesario para quedarse tan solo un par de días. Llegaron al terminal de transporte, pagaron los tiquetes del bus y se dirigieron al calor de Barranquilla. Ver comer a Lucía un helado para calmar la sed luego de 3 horas de viaje con sus gafas de sol vintage y su camisa roja de seda delgada, es lo que lleva para siempre en la memoria Franco, porque él sabía la validez de ese último recuerdo. En el viaje Franco digiere silencio con agua y música que escucha con sus audífonos; que a su vez le sirven de escudo, le sirven de fuerza para no quebrarse ante la impotencia y la verdad de todo lo que vio y aún no habló.


"Mande a comer mierda a esa perra, dígale la verdad, no sea estúpido, no se deje ver la cara de pendejo Franco, reaccione, no prolongue algo que solo le causa dolor" Esas líneas que le dijo Augusto retumban una y otra vez en la cabeza de Franco, aunque se hace el distraído y el que nada le duele, él simplemente le hace una sonrisa a Lucía para contener cada una de las palabras que está por decirle.


Por alguna razón mientras viaja en el bus la única canción que escucha una y otra vez es Black Dog de Led Zeppelin, esa canción es una anestesia que lo transporta a su juventud, lo lleva a ese cuarto oscuro, lleno de afiches de rockeros y cabezas moviéndose al unísono ritmo de la rebeldía y la revolución, aquellos "alaridos" como llamaba su madre a estas canciones, resultan ser un muro bloqueador a los gritos de dolor que esbozaba su madre cuando su esposo la golpeaba, subir el volumen, poner Black Dog y omitir el tiempo espacio de una violencia doméstica, ignorar y a la vez estar, odiar pero a la vez no hacer ningún gesto, es algo habitual en la infancia de Franco, tal y como ahora van en el bus, estar a 2 centímetros físicamente pero sentir una eternidad entre dos almas que en algún momento se dijeron: Te amo.




El clima es perfecto para deleitar una figura delgada y delicada moviéndose en el agua, su hermoso y blanco cuerpo solo lo motivaban a una última e inolvidable revolcada de amor, cómo sí con besos y sexo desmedido se fueran a borrar las cosas y las mentiras que el uno al otro se dicen.


Convertir la tarde en noche y la oscuridad en madrugada, solo hacen de la tarea de Franco más complicada; su dulce tez, el agrío sabor de sus uñas que lo acarician, los rojos y frondosos labios de Lucía, ponen en duda su carácter, desmoronan sus pensamientos, alargan un viaje que solo tiene un hecho, que se planeó con un fin, ambos saben lo que el otro sabe, solo prolongan lo que el mañana les prepara.


Lucía luce ingenua, pero ella es como la noche que oculta paisajes y camufla sentimientos, y pone sombra sobre hechos y acciones concretas que desquebrajan su alma. A media noche ella abre sus ojos, como si su corazón le avisara el cambio de luna: la sagacidad de la mujer que nunca ningún hombre podrá tener.


La papaya es dulce, está cortada en perfectas rodajas, que adornan la mañana luego de una entrega al amor y la despedida. El silencio es incómodo pero rutinario, como el eco de la lluvia previo a cualquier tormenta, aunque parece raro, es algo frecuente, ser 2 islas en medio de un clima común, algo así como el huracán que ataca y no deja nada en pie.


Las horas hacen llegar la noche y el regreso a casa, la anestesia de la futura soledad paraliza ambos labios, alargan lo que no se debe prolongar, solo dan aire a una contaminada y ahogada relación, Franco guarda silencio y duerme de regreso a Bogotá, Lucía se recuesta en su hombro porque sabe que están por hablar lo que siempre se deben haber dicho, reconocer los errores es lo que más la asusta. Mientras Franco duerme, ella se pregunta si debe entregar las cosas que él le regaló, si debe alegar o solo agachar la mirada, tal y como hizo aquella tarde cuando se vio descubierta en una pasarela de vergüenza y realidad, ella solo cierra los ojos pensando en lo único que la puede curar: las manos de su amiga Belén.



"El silencio es el mejor discurso, ignorar es la mejor acción y el tiempo el verdadero testigo" palabras que le llegan a Lucía de parte de Belén a su celular.


El frío que hay en Bogotá hace toser y despertar de inmediato a Franco, bajan las maletas, se van en un taxi para casa de Lucía, llegan a la entrada de su casa y en medio del beso final, se dicen con los ojos: te odio, pero con las manos: te amo. 



La panza de Lucía es redonda y perfecta, los regalos que recibieron son perfectos para Simón; hijo de Lucía y Franco, lo que debería ser motivo de felicidad es solo fruto de una tristeza, circunstancia de una vida de silencio, de mirar y no hablar, guardar secretos para no herir al otro. Simón sube el volumen a su canción favorita: Walk de Pantera, para anestesiar el dolor con ignorancia.



Cada mañana Franco al mirar a Lucía recuerda ese día en que su corazón se detuvo, el día en que guardó silencio para llevar una vida de tristeza e hipocresía. Lucía cada vez que mira a Franco recuerda el día en que fue descubierta pero que no fue acusada, para llevar una vida de culpa y odio. Simón solo recuerda que el sabor de la papaya es agrio y melancólico, una fruta con sabor a tensión por un dialogo que nunca se dio.


Fotografías: Pia Riverola; http://cargocollective.com/piariverola 

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